Me
dicen que encuentre el equilibrio. Que no puedo dejarme llevar por las
emociones de este modo. Equilibrio, autocontrol, responsabilidad de mis actos.
Palabras y más palabras. Bobadas. Estoy harta de que me digan lo que puedo o no
debo hacer. Nos dicen que somos libres, es más, nos dan la libertad y después
no puedo hacer lo que me plazca. Siento que me roban, pretenden robarme mi
vida, quien soy, mi forma de comprender el mundo. Lo que soy. Creen que estoy
loca, sin embargo, yo lo veo del revés. Porque no intentan entenderme, solo
pretenden que sea como ellos. Una más. Alguien más del montón. Sin alma, sin
motivos, un simple títere.
Puede
que sea impulsiva, dramática, extrema si quieres. Loca, me da igual, soy así.
Siento, actúo. Acción, repercusión. Repercusión, consecuencia. Consecuencia,
solución. Y ahí me tienes, en un ciclo sin fin. Pero es de lo que se trata la
vida, ¿verdad? Solo que cada uno tiene
su forma de expresarse.
Hay
quienes lloran hasta quedarse vacios por dentro, los que gritan hasta no poder
exhalar ni un sonido, los que se pelean con quien sea para sacar toda ésa rabia
acumulada, los que salen a medianoche a correr hasta que el corazón pide un
descanso y los que, al igual que yo, nos maltratamos físicamente para
olvidarnos de ese dolor tormentoso.
No tengo
intención de acabar con mi vida, nunca lo haría, solo me gusta sentir el frio
del metal acariciando mi piel, la punzante cara cortante del instrumento, que
dulcemente penetra mi carne y, ver las gotitas de sangre, que caen tan
perfectas, brillan. Y ese aroma a hierro mezclado con dolor y el sabor amargo
de las lágrimas. Y entonces, cuando siento la huella de la herida y luego, cuando
empiezo a perder la noción del tiempo y todo se vuelve difuso, puedo llegar a
olvidar lo que realmente me está matando por dentro. Por unos instantes, el
suplicio de la herida, consigue trasladarme a otro mundo, menos lleno de odio y
tristeza, rebosante de recuerdos e ideas extrañas, pero que no duelen, sino que
me adormecen el alma. Sofocan mi llanto. Serenan y asosiegan mi corazón y de algún
modo, me quedo dormida y todo rastro del dolor se desvanece.
Cuantas
críticas evocan mis actos, cuantos miedos provocan, tanta preocupación y
desesperación… y aun así, no puedo pararlo, porque forma parte de mí. Y el
horror de los otros no hace más que angustiarme. Y sus intentos para frenar mis
actos, solo me hacen querer repetirlos una y otra vez. Y nunca pensé que podría
terminar así. Fui feliz algún día, antes de empezar a sufrir.
Pero,
al cabo y al fin, ningún final está demasiado lejos de su principio, ya que,
como he dicho, la vida es un ciclo. Un remolino de sucesos, emociones, vivencias,
temores y, también, cómo no, amores. Nuestra gran perdición.
Aun
recuerdo ver Moulin Rouge por primera vez; no la entendí. “Amar y ser amado de
vuelta es lo mejor que te puede suceder”. Es fácil decirlo. Vivirlo es otra historia.
Ahora creo más en otra frase que me dijo un buen amigo: “Al primer amor se le
ama más, a los otros mejor”. Y como ya le dije, no me importan los antiguos proverbios.
He amado y he acabado peor que si me hubiera caído de un quinto piso. No
volveré a amar, no para volver a caer. No lo soportaría. Y ya no creo, en el
amor. Al menos no como algo bonito, sino destructivo y capaz de acabar con
todo.
Pero aun
así, sé que hay clases y clases de amores. Y sé que volveré a amar, solo que
cuando esté capacitada para ello y no me sea necesario herirme para sentirme
mejor. Porque podéis llamarlo como queráis, pero el dolor se ha convertido en
mi más preciada droga.
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